jueves, 30 de octubre de 2014

Teleadicto (1)

Perder el tiempo es uno de mis mayores placeres. Tal vez porque el tiempo habitualmente lo tengo ocupado, incluso demasiado, uno de las actividades que más asiduamente practico es la de tirarlo por el desagüe de mi propia vida. Y en esos momentos sublimes una de las actividades centrales, aunque no la única, es ver la televisión. Hago zapping siempre que puedo, deteniéndome en las estupideces que habitualmente programan las cadenas de todo el mundo, que van pareciéndose cada vez más entre sí precisamente en ese aspecto igualitario y procaz. Las excepciones, por ello, también las celebro mucho: Canal Arte, la TV5 francesa, alguna alemana especializada en artes escénicas, Muzzic (canal de pago francés que recomiendo encarecidamente a todos los aficionados a la danza contemporánea, la ópera o el jazz), Euronews y pocas más.

Pero, además de pasar la mirada distraídamente por las pantallas, también puedo convertirme sin forzarlo demasiado en un adicto consumidor de programas concretos, que busco, rebusco e incluso grabo en DVD o vídeo cuando no puedo consumirlos en directo. Puede ser el sorteo de la ONCE, una misa dominical emitida desde la Catedral de Burgos, o un simple concurso, que, por las razones que sean, me ha conseguido atrapar. Y cuando digo atrapar quiero decir eso mismo: atrapar.

Recuerdo que hace unos años, muy de madrugada pero a hora imprevisible, TVE emitía un insípido concurso conducido por Joaquín Prat. Había noches que para llenar un hueco en su programación, el canal público incluía dos y hasta tres programas grabados desde los tiempos de Mary Castaña. Pues bien, no sé qué extraña virtud encontré de pronto en aquella bobada, pero lo cierto es que para mi desgracia le cogí tal afición a la misma que llegué hasta a ponerme el despertador para sufrir con los pobres concursantes que iban pasando fases entre múltiples zozobras. Algo así me sucedió también con un culebrón argentino llamado “Nano” que también se emitía por segunda vez en franja horaria indeterminada. La historia era infumable: una muda (Araceli González), que no era tal, se enamoraba de un joven empresario (Gustavo Bermúdez), propietario de un acuario de delfines, que, a su vez, estaba casado con una histérica que lo llevaba por el camino de la amargura. Yo me imagino que todos los culebrones son parecidos, pero lo cierto es que aquella relación amorosa no había manera de que progresara hacia un final más o menos lógico y mis noches eran un puro delirio. Los guionistas dilataban y dilataban el feliz encuentro que, al menos yo, deseaba que se produjera lo antes posible, no sólo para felicidad de los protagonistas, sino también para poder dejar de exhibir unas ojeras terribles, consecuencia de estar en vela durante semanas y semanas.

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